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El Sr. D. José Antonio Martínez-Oliva Puerta es abogado y traductor de japonés. Nació en Murcia 1971, comenzó sus estudios de japonés a la edad de 14 años, al tiempo que se introducía en el camino del Budô. Estudioso del idioma y cultura de Japón, mantiene una estrecha relación con aquel país, al que viaja con asiduidad para estar en continuo contacto con sus maestros y visitar a su familia. |
Índice. |
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Es para nosotros todo un placer presentarles la obra “Sable y Zen”, de nuestro colaborador y columnista D. José Antonio Martínez Oliva.
Esta obra está dirigida no sólo a practicantes de Kendô, Iaidô y Artes Marciales en general, sino a cualquier persona que sienta curiosidad por el Zen, como una forma de vida que nos ayuda a mejorar real y positivamente nuestra existencia.
Pretende ser un libro más práctico que teórico, incluyendo continuas referencias a aspectos culturales, idiomáticos e históricos de Japón, que con toda seguridad captarán desde el principio el interés del lector.
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Presentamos la 2ª obra -Kotowaza- de nuestro colaborador el Sr. D. José Antonio Martínez Oliva. Este segundo volumen de la Colección “Japón Cerca” va dirigido a todas aquellas personas que sienten una especial atracción por la cultura japonesa, pues pueden encontrar aquí una herramienta más para acercarse a la forma de ser de los japoneses a través de esos pequeños trozos de conciencia colectiva transmitidos de generación en generación mediante el idioma.
El autor presenta diversos aspectos de la cultura y sociedad japonesa a través de su refranero y de expresiones coloquiales. Tampoco faltan referencias a la mitología y a leyendas populares, mezcladas con un poco de investigación histórica, transmitiendo una pequeña parte de la cultura de Japón.
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Es para nosotros todo un placer presentarles una obra más de nuestro colaborador y columnista D. José Antonio Martínez Oliva. El nuevo trabajo se llama: “Las Nubes de Tosa. Crónicas de los últimos samuráis”.
Japón, segunda mitad del Siglo XIX, época de cambios y revueltas. De todos los antiguos territorios del país del Sol Naciente, ninguno comparable en injusticia y crueldad al vetusto país de Tosa.
Yo soy uno de los pocos que sobrevivió a los sucesos que tendrían lugar en medio de tanto caos y anarquía. De todo aquel dolor de pérdidas y desengaños no obtuve más beneficio que el haber aprendido cuál es el auténtico valor del ser humano. No acumulo mayor posesión que mis dos espadas, aunque ya no se me permita exhibirlas como símbolo de mi rango.
Pero también he aprendido que no todo es apariencia, ni dominio, que no todo el auténtico poder de un samurái radica en su fuerza, sino mucho más en el espíritu que sus ancestros le han transmitido.
Mi historia no es de paz sino de guerra. No hay ningún amor ni misericordia en las imágenes que se grabaron en mi mente. Sin embargo, hubo rayos de esperanza que como débiles semillas fueron creciendo y desbordando toda la maldad e ira que les embestía.
Mis hijos y mis nietos deben conocer cuáles fueron estos acontecimientos. No puedo consentir que el velo del tiempo silencie el valor de aquellos hombres que escribieron con su sangre páginas de gloria a golpe de ideas, cortando con su mente y con su espíritu cualquier rastro de envidia o de resentimiento. Su herencia queda para la posteridad en mis palabras, y muy profundamente en lo más íntimo del corazón de mi pueblo.
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Como es por dentro es por fuera
Este principio de correspondencia hermético es una de las grandes verdades que esconde el poder transformador del Budô. Todos los adagios referidos al espíritu y su unión con el cuerpo y con el sable no son más que una manifestación abierta de este fundamento (vgr. Ken wa kokoro nari). Todos nuestros actos se reflejan como en un espejo en aquello que hacemos cada día, encauzados por el camino que nos marca nuestra mente.
Analizando esta realidad, el Budô puede convertirse o en un instrumento de cambio y perfección o en un mero reflejo de nuestras pasiones y bajos instintos. Todo depende de nuestro estado interior y de nuestra voluntad de adaptarnos a las normas. La repetición de simples movimientos no conduce por sí sola a transmutar nuestra conciencia, pero es indudable que detrás de esos movimientos se esconde un “kokoro” , un espíritu concreto y transmitido durante generaciones, que garantiza que hasta el ser más superficial podría serenar su corazón si practica como debe.
Quien solo tiene ojos para lo externo está condenado a no entender el Budô. El espíritu de cada acción vivifica la técnica y la convierte en un elemento nuclear de todos los aspectos de nuestra existencia. Nuestras relaciones con los demás, nuestro trabajo, nuestra paz interior, se encuentran a través de una práctica correcta del Budô. Pero puede ocurrir también que, el Budô se convierta en una correa de transmisión de nuestras frustraciones y rencores, para acabar alejándose de nosotros y rellenarse con un espíritu totalmente extraño a la auténtica tradición.
Las palabras de nuestros maestros no están vacías. Quién tiene oídos y posee un corazón preparado para aprender, siempre encuentra al maestro. Este aparece indefectiblemente cuando el dial de nuestra mente deja de estar inmóvil y sintoniza la frecuencia correcta. Sea como fuere, ningún maestro hará que cambiemos. Todo se presenta delante de nosotros con claridad meridiana. Depende de nosotros cerrar o abrir los ojos. La comodidad e inmovilismo de una práctica únicamente externa despoja al Budô de su esencia, mientras que, la fluidez constante de aquel que abre su mente a sus maestros termina por realizar el inmenso poder del Budô en su vida. Pero para que esto funcione y sea posible es inexcusable poseer una de las cinco virtudes principales del Bushidô, aquella sin la cual el ser humano se convierte en un simple animal: “Shin” , creencia.
José Antonio Martínez Oliva. Diciembre de 2012.
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A través del Iaidô
Estos días he podido comprobar la eficacia real del iaidô como “arma” capaz de contrarrestar las preocupaciones y malestares diarios.
Todos tenemos de esto. No solo porque seamos humanos, sino porque en esta sociedad cada vez más competitiva, donde lo que prima es lo rápido, lo superficial, lo que se pueda traducir en “pasta” o “poder”, las relaciones humanas a veces se vuelven una especie de lucha en vez de un soporte de comunicación y de empatía.
Estoy convencido de que, ahora más que nunca, es cuando debemos volver a nuestro interior y practicar artes antiguas que tienen esa especie de “medicina” para el alma que es capaz de borrar de un plumazo todo lo que nos perturba o nos distrae de nuestra realización personal.
Practicar iaidô es muchísimo más que repetir solo unos movimientos. Como dijo Fuji sensei, a los detalles hay que unirle el espíritu. Con estos dos requisitos existe el iaidô y cuando hacemos que exista, penetra de manera natural hasta lo más íntimo de nuestras vidas y nos hace darnos cuenta de la enorme vanidad que hasta entonces intentaba dominarnos. El iaidô hace que la armonía se vaya instalando en nosotros poco a poco a medida que lo practicamos de manera constante.
Por eso mismo, la práctica no es solo un evento aislado que prolongue sus efectos indefinidamente. El aquí y ahora es un aquí y ahora constante, por lo que la consecución del heijyôshin o espíritu inmutable, y del fudôshin o espíritu imperturbable, caras de la misma moneda, necesitan de una práctica consciente a diario. Muchos diréis: no tenemos tiempo. Yo digo: siempre debe de haber tiempo para aprender a fluir dentro de él, pues el iaidô no es otra cosa que saber encontrar la belleza de los momentos, despojándolos de todo aquello que no nos permite contemplarla.
El iaidô es una especie de manual de instrucciones de cómo ser más natural, de cómo hacer que nuestra vida fluya al ritmo que le marca nuestra más intima esencia. Nos ponemos en sus manos mediante la respiración, repitiendo movimientos, dejando que nuestra mente se aclare por sí sola y se libere, se separe, se distancie… de todas las distracciones que nos alejan de nosotros mismos, de lo que de verdad somos.
Ese distanciamiento y ruptura con el “ego” y esa aproximación a la verdad del presente, sin más que el presente, va aumentando con cada hora, con cada día de práctica. Cuanto más se practica más se despierta, siempre que expulsemos todo lo que estorba y lo hagamos sin buscar, sin pedir, sin nada más que estar presentes. Entonces, nuestra mente no solo hallará la calma, sino que nuestros movimientos se desbordarán como un torrente que estuviera almacenado a la espera de mostrarse. Shu ha ri Guardamos las reglas, seguimos el espíritu y las enseñanzas de la tradición, rompemos lo convencional y finalmente logramos esa distancia que nos hace libres. Todo a través de la práctica. Todo a través del iaidô.
José Antonio Martínez Oliva. Mayo de 2013.
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Tradición y norma (okite)
Existe una tendencia moderna a valerse de las palabras a la ligera, sin ser consciente de su significado real, o lo que es peor, alterarlo a conciencia. Esta técnica es más propia de los políticos y de sus campañas de “comunicación”, pero encuentra por supuesto adeptos en cualquier ámbito de la sociedad.
Una de esas palabras que tanto se vienen a la boca con prontitud es la de “tradición”. En nuestro diccionario, hablamos de tradición para referirnos a un “conjunto de ideas, usos o costumbres que se comunican, se transmiten o se mantienen de generación en generación”, mientras que si nos referimos al Budô, deberemos utilizar la palabra japonesa “dentô”(), cuya definición, traducida del diccionario japonés sería en parecidos términos, la de “costumbres, hábitos, usos, ideas, estilos, que dentro de una sociedad, pueblo u organización, se transmiten desde antiguo, conforme a una norma”. Un ejemplo típico del uso de la palabra “dentô” en japonés sería “dentô wo mamoru” (), proteger la tradición. A primera vista hay una pequeña pero fundamental diferencia entre estas dos definiciones: el elemento normativo. No se puede hablar de tradición sin un conocimiento y un respeto profundo de la norma.
El Budô es definido como Nihon no dentô (), tradición japonesa, y como tal, es un conjunto de costumbres, hábitos, usos, ideas y estilos transmitidos desde antiguo conforme a una norma.
Dentro de cada escuela, de cada rama, de cada arte o camino se puede hablar de “okite” para referirse a esas normas que definen la tradición. La actitud ante las mismas es bien sencilla, se pueden acatar o se pueden saltar “a la torera”. Quién las sigue se puede considerar que mantiene viva la tradición y la protege. Pero hay personas autocráticas, que siempre han tenido un problema con las normas y que en lo más profundo de su corazón no reconocen mayor autoridad que la suya propia. En el fondo, el respeto a la norma que impone la tradición es un problema de humildad y de respeto a la cultura y a los antepasados, a todos aquellos protectores de las normas que se han mantenido fieles a sus padres y abuelos, con obediencia a la jerarquía. Gracias a ellos, tenemos este gran tesoro cultural.
De todos es sabido el profundo respeto que el pueblo japonés muestra hacia la autoridad y hacia la norma. Esa, en mi opinión, es sin duda alguna la clave que nos muestra la razón de que tantas y tan bellas artes antiguas hayan perdurado en su cultura hasta nuestros días, manteniendo intacta la norma, manteniendo intacta su razón de ser, en definitiva, su tradición.
José Antonio Martínez Oliva. Octubre de 2012.
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Makoto sinceridad
De todas las virtudes a las que debe aspirar un budoka, ésta es sin duda la más importante y la menos frecuente hoy en día.
Imbuidos por multitud de factores externos a la práctica en sí, se suele caer demasiado a menudo en obsesiones diversas. Tener más alumnos que los demás, ser mejor, ganar medallas, todos éstos objetivos secundarios y que pueden ser legítimos en su justa medida, se pueden convertir para un budoka en obstáculos insalvables, en un estorbo para lo que de verdad importa: la práctica.
Nuestra mente y su costumbre de buscar continuamente experiencias nuevas, hace que nos desviemos del camino y que emprendamos otras vías ajenas a lo auténtico. Esos peligros existen hoy en día y han existido siempre, por lo que nuestros maestros y los suyos a su vez, nos exhortan continuamente a mantenernos firmes en la Vía.
El kanji de makoto , se compone de dos ideogramas que significan respectivamente, decir (iu) y realizar (nasu). Makoto no es otra cosa que hacer aquello que se dice, que las palabras y los actos vayan todos juntos en la misma dirección. Esto es algo muy fácil de conseguir para quien posee el corazón correcto, pero sumamente arduo y complicado para quien está en la práctica por motivos espurios y alejados de la verdadera meta.
La sinceridad de un budoka se demuestra en cada acción dentro y fuera del dojo, en sus ojos, en sus gestos, en sus silencios, en sus afirmaciones y sus dudas, en el cosmos que erige alrededor suyo con sus pensamientos. Sin un espíritu correcto jamás se aprenderá Budô, ya que el Budô no consiste en aprender movimientos, consiste en interiorizar conductas, no consiste en ganar, consiste en encontrarle sentido a la vida que nos rodea.
Si avanzamos de todo corazón, sin buscar nada, sin pretender nada, sin querer nada, con desapego absoluto de nuestra mente, entonces quizás consigamos acercarnos a toda la belleza que la práctica guarda para nosotros día tras día.
José Antonio Martínez Oliva. Noviembre de 2012.
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Evolución mental
Siguiendo a Wayne Dyer, podemos encontrar cuatro fases en la evolución del crecimiento personal. Esta evolución no depende de nuestra edad, sino de nuestro grado de consciencia y percepción del entorno. Pasamos en primer lugar por el culto al cuerpo, a lo material. Posteriormente nos enfocamos en la lucha y la derrota del contrario en la denominada “fase del guerrero”. Damos un paso más y entramos en la etapa de querer darlo todo por los demás, de ser absoluta y desproporcionadamente generoso. Y finalmente percibimos la “ilusión” que nos rodea, la inutilidad de tener sentimientos de apego, aceptando y recibiendo las cosas en su justa medida. En Zen se podría hablar de ver las cosas tal y como son (aru ga mama ni), desprovistas de adornos, de sentimientos y de juicios de valor.
De igual manera, en el Budô se transita por estas 4 fases. Primero nos asombramos del daño que podríamos ser capaces de causar con las habilidades y técnicas que vamos aprendiendo. Hay quien se queda en esta fase para siempre, dando un culto permanente a su cuerpo y rechazando el crecimiento. Luego empezamos a ser dominados por un sentimiento de querer someter a los demás y ser reconocido como el mejor a toda costa. Hay quienes no superan esta fase nunca y su vida se convierte en una lucha continua contra los demás y contra ellos mismos, de manera que nunca encontrarán la paz. A continuación nos damos cuenta de que queremos compartir lo que sabemos con los demás sin que los demás nos lo pidan, intentando hacerles un regalo que en la mayoría de los casos no se suele recibir. También hay quien pasa por aquí, hasta que se da cuenta de que quien solamente da sin recibir termina completamente vacío y solo, pues nadie valora el tesoro que le es entregado, sobre todo si quienes lo hacen se encuentran en fases más primitivas de desarrollo. Y por último está la fase del espíritu, la fase en la que abrimos los ojos y vemos que la ambición no existe, que no hay mejor ni peor, que todo pensamiento lo único que hace es perturbar nuestra práctica y que solo existe el día a día. En este momento nos damos cuenta de que no podemos cambiar a los demás, más aún, que ni siquiera debemos intentarlo, pues cada persona tiene que recorrer individualmente su camino hasta abrir por completo su mente, rechazando el cuerpo, la lucha y el exceso de generosidad. Es ese estado de Zen que se describe con la frase Kenzen Ichinyo (Sable y zen son la misma cosa) y lo que Shimada Toranosuke describía como el espíritu correcto en su famoso “ken wa kokoro nari” (el sable es el espíritu). La paz que recibimos entonces es infinita, pues entendemos por fin que la esencia del Budô es tan sencilla en esencia como pacífica y libre.
José Antonio Martínez Oliva. Agosto de 2012.
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Bondad infinita
El objetivo de cualquier práctica de Budô, la verdadera esencia que esconde el arte, no es otra que la bondad. Podemos practicar toda la vida y malgastar nuestro esfuerzo en inútiles repeticiones de movimientos y ni siquiera atisbar a lo lejos un pequeño destello de todo lo que nos tiene que mostrar el Budô. La bondad infinita en cada momento, incluso hacia quienes viven dominados por los malos sentimientos, es el objetivo de la práctica. Si practicamos siendo conscientes de esta gran verdad lograremos impregnar nuestras vidas de la misma naturaleza de la que disfrutan nuestros maestros. Si por el contrario no alcanzamos esa paz es debido a que, o no practicamos correctamente, o hace tiempo que solo nos fijamos en lo externo, abandonando la búsqueda interior.
Jinsei iki kanzu . Esta frase esconde esa gran verdad. Mi maestro, Iwata sensei, 10º dan de Iaidô, la tiene colgada en el lugar principal de su dôjô de Fukuoka, para que todos los que se encuentren bajo su techo comprendan en todo momento el motivo de estar allí. Tanto en el Kendô como en el Iaidô, artes que practica mi maestro, el objetivo es el mismo, la comprensión de que sentirse humano a cada momento sobrepasa con mucho cualquier “recompensa” material que vicie nuestros sentidos. Hay muchos tipos de espejismos que nos apartan del camino, tantos como motivos para apegarnos a las cosas que nos rodean. Tantos como formas de descentrarnos de lo realmente importante y de hacer que nos convirtamos en unos esclavos de nuestros deseos. Seguir esos espejismos con devoción es el mayor de los errores que se pueden cometer.
La comprensión de la bondad infinita no está al alcance de todos. Solo los que limpian primero su corazón y son capaces de renunciar a todo a cambio de nada, dan el primer paso para recorrer un camino interminable. El Budô comienza cuando damos ese paso, pero jamás termina, por que los obstáculos nos regalan a diario un motivo para progresar. Algunos superarán la experiencia, y otros no llegarán nunca a comprender lo que es realmente el Budô, pues el camino está lleno de pruebas de vida que debemos entender y superar. Mientras no lo hayamos hecho, todo esto que digo, no será más que una vieja frase en la pared de un viejo dôjô y, como dijo una vez un “espejismo” a quien la vida me hizo conocer, “cosas de viejos”.
José Antonio Martínez Oliva. Septiembre de 2012.
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Semilla y luz
La vida a veces discurre por caminos que se separan y entrecruzan cada cierto tiempo. Ayer participé en la celebración del 78 cumpleaños de un maestro que allá por el año 1990 me dio a conocer el Aikidô, abriéndome los ojos al apasionante mundo del Budô. Esa persona no es otra que Don José Muñoz sensei, con quién siempre estaré en deuda y a quien siempre estaré agradecido por ofrecerme sus conocimientos sin pedirme nada a cambio.
En japonés hay un viejo proverbio que reza (sennichi no kingaku yori, ichiji no meishô), que viene a significar algo así como que más vale una hora con un buen maestro que mil días aprendiendo por cuenta propia. Todos hemos tenido a alguien alguna vez en la vida que nos ha abierto nuevos caminos, que ha plantado en nosotros esa semilla de la que luego ha brotado algo que merece la pena, algo que nos ha enriquecido y nos ha hecho sentir que estamos vivos.
Muchas veces veo como se discute sobre quien merece ser nombrado con la palabra sensei ó maestro (literalmente, quién ha vivido antes que nosotros –saki ni ikiru- ). Yo quiero pensar que tal apelativo no viene nunca impuesta desde fuera, sino que muestra el agradecimiento honesto y sincero hacia la persona que con una hora de su tiempo ha puesto en nuestra vida una semilla que nosotros no hubiéramos logrado ni con mil días de esfuerzo. No hay mayor acto de gratitud que corresponder con honor a ese regalo.
Los caminos se emprenden, se cruzan, se separan, a veces se entrelazan y otras se confunden en una madeja, pero siempre hay alguien que ha estado con nosotros al principio de cada nuevo itinerario, alguien que nos ha animado, corregido, que nos ha dedicado poco o mucho de su tiempo a iluminar el largo túnel que nos queda por recorrer. A todos los maestros que han plantado en mi alguna vez una semilla de comprensión y luz, dômo arigatô gozaimashita. Sin vosotros todo sería oscuridad.
José Antonio Martínez Oliva. Junio de 2012.
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Los días de la semana
Según la Sagrada Biblia, Dios creó el mundo en seis días y al séptimo descansó. Ese es el motivo por el cual, los monjes occidentales protagonistas de alguna de las novelas de Inoue Hisashi les insistían a sus guardianes en que les permitieran descansar los domingos. Sin embargo, los duros soldados imperiales respondían ante tales súplicas con un estacazo, obligando a los frailes anglosajones a trabajar de sol a sol en la recogida de las mandarinas y de las hojas de té de Ashigara, entre las montañas que separan el noroeste de Kanagawa, Shizuoka y Yamanashi.
El motivo aparente podría ser la crueldad demostrada por el ejército en su trato a los extranjeros, pero la explicación tiene más sentido desde un punto de vista cultural. Entre la Armada Imperial japonesa, se puso de moda antes de la guerra una frase que reflejaba su espíritu de trabajo. Los días de la semana, se enunciaban de la siguiente manera:
Lunes, lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, viernes.
Y es que, tal y como explicaba el director del campo de trabajo a aquellos que no llegaron a tiempo a los barcos de intercambio entre las naciones enfrentadas en la guerra, en el Gran Imperio Japonés no había sábados ni domingos.
Con la sombra a nuestras espaldas de poderes financieros que condicionan tanto nuestro trabajo, me pregunto si quizás nosotros no vamos también inevitablemente hacia ese sistema en el que, cualquier esfuerzo es poco para recolectar las hojas de té que nos demandan nuestros dirigentes. Recemos para que los días de la semana sigan siendo durante muchos años los que deberían ser.
José Antonio Martínez Oliva. Julio de 2012.
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Ichigo ichie
Un momento, un encuentro. Todo lo que hacemos en la vida, es único e irrepetible. Levantarnos por la mañana, lavarnos la cara, preparar el desayuno, vestirnos, ir a trabajar… Podemos pensar que es siempre igual, pero es así solo en nuestra mente. En realidad, si somos capaces de vivir cada momento como único e irrepetible, si aprendemos a saborear cada pequeño cambio que se produce a nuestro alrededor, entonces ya nunca nada nos parecerá lo mismo, porque viviremos con plenitud el aquí y ahora, valorando las cosas más sencillas y abriendo nuestra percepción a los más profundos pensamientos y sensaciones.
Ichigo ichie no solamente se refiere a una forma de encuentro individual con el mundo, también al especial valor que tienen nuestras relaciones con los demás. Cada persona con la que nos comunicamos nos aporta infinidad de conocimientos y sensaciones. Si reflexionamos bien sobre ello nos daremos cuenta de que a lo largo del día hablamos con los demás sin ser casi conscientes de lo que estamos diciendo. Siempre vamos con el piloto automático puesto, anulando así nuestra capacidad de percepción y perdiendo oportunidades de agradecer y valorar cada pequeño encuentro.
En el keiko se repiten técnicas una y otra vez, pero la razón por la que existen practicantes de muy avanzada edad que siguen repitiendo las técnicas a lo largo de los años, es porque han aprendido a apreciar cada pequeño detalle como un tesoro que se les revela día a día y que aunque externamente pueda resultar idéntico, en su interior es como un río que fluye sin final. Así, siguiendo este principio, el practicante, en la vida y en el keiko, flota como un tronco sobre el agua que fluye (ryûsui fuboku), ya que no está entrenando su cuerpo, sino algo intangible y eterno: su espíritu.
José Antonio Martínez Oliva. Abril de 2012.
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Aru ga mama ni
Las cosas son como son.
Cualquiera de nosotros puede pensar que hoy sin ir más lejos ha tenido un buen día, o quizás uno no tan bueno. Cualquiera de nosotros puede pensar que su vida está llena de problemas. Todos determinamos nuestra visión de las cosas a través de nuestros juicios de valor sobre las mismas. Pero hay algo de lo que no nos damos cuenta, porque estamos demasiado ocupados pensando en que etiqueta asignarle a cada evento de nuestra vida. Ese algo es la esencia misma de las cosas.
Todo es como es. No hay más. A veces es muy conveniente echar el freno de mano de los pensamientos y estacionar nuestra mente en el parking de la respiración para ver como el incesante tráfico no nos deja ver el paisaje.
Os propongo este ejercicio. Cerrad los ojos durante un par de minutos y, durante ese tiempo centraros única y exclusivamente en vuestra respiración, sin nada más en vuestra mente. Esto es zen ¿verdad? La mayoría de los que estáis leyendo esto sabéis meditar perfectamente. Pero, y ¿qué pasa luego? Hacéis girar la rueda de la vida y después por algún extraño motivo la misma se para ante la más mínima complicación, o sencillamente os olvidáis de darle vueltas a la rueda. El espíritu del Budô que tanto amáis y practicáis con diligencia cada día no vive solamente en los momentos de la práctica, vive en todos los actos de vuestro día a día. Si sois capaces de mantener vivo ese espíritu las 24 horas del día finalmente os daréis cuenta de que vosotros sois lo más importante y de que vuestra salud, vuestra vida bien merece ser tomada tal y como es, quitándole todas las etiquetas mentales que os imponen desde fuera o que vosotros mismos adherís sin querer.
Quizás todo esto os pueda parecer profundo y complicado, pero es todo lo contrario, simple y asequible a cualquiera de nosotros. En nuestra mano está ver las cosas como son o verlas como nuestra mente nos impone. De una frase tan sencilla como “aru ga mama ni” se pueden aprender muchas y grandes cosas. ¿Quién ha dicho que para vivir bien haga falta mucho más?
José Antonio Martínez Oliva. Mayo de 2012.
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Kakutôgi vs. Budô
Hay una librería en Fukuoka a la que suelo ir cada verano y en la cual paso las horas muertas buceando entre sus estanterías. Consta de cuatro extensas plantas en las que se venden libros de lo más variado. Desde novelas de bolsillo (mis preferidas) a libros de filosofía, arte, y revistas especializadas de todo tipo. Y entre tanto libro y estantería se pueden encontrar también muchos manuales y ensayos sobre Budô. Lo que en un principio llamó mi atención es que había dos estanterías diferenciadas con sendas etiquetas dispuestas encima de ellas. En una ponía “kakutôgi” y en otra “Budô”.
“Kakutôgi” se puede traducir como técnicas de lucha, mientras que “Budô” se refiere al camino del guerrero. Diferenciarlo de manera física como ocurría en esta gran librería es solo una manera de poner de manifiesto la gran diferencia que hay entre simplemente “luchar” o pelearse con alguien sin un trasfondo espiritual y seguir una vía de conocimiento interno. Por otro lado había un pequeño apartado en el que figuraba la etiqueta “goshinjutsu” que se refiere estrictamente a técnicas de defensa personal.
Esta distinción tan básica entre lo espiritual y cultural referido al Budô y a lo meramente físico en relación a la defensa personal o la lucha, me parece fundamental. En este sentido se ha marcado en mi de manera imborrable la larga charla que tuve este verano con mi maestro Iwata sensei, 10º Dan y Presidente de la Federación Japonesa de Iaidô en Fukuoka. Más que una charla fue una exposición brillante de mi maestro, el cual, como si se tratara de un opositor que recita sus temas con diligencia, me habló aproximadamente durante una hora sobre la esencia del Bushidô, poniendo especial acento en lo que no era.
Bushidô o Budô es según mi maestro, tradición espiritual de Japón. No consiste en ningún tipo de lucha, sino que constituye un camino interior de crecimiento espiritual basado en tres pilares: los valores del confucionismo, el espíritu del budismo zen y las creencias shintoistas en cuanto religión natural de Japón. Tener claro que se está haciendo cultura es obvio para un japonés, pero desgraciadamente no lo es tanto para un extranjero.
José Antonio Martínez Oliva. Febrero de 2012.
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Armonía
La respiración es vida. Respirar correctamente sin embargo no es algo tan fácil como parece. Puede resultar simple, pero como todo lo simple tiene un obstáculo muy importante que vencer: nuestra mente. La mayoría de nosotros reacciona ante una situación de estrés acelerando la respiración y crispando los músculos. Esa reacción instintiva no consigue otra cosa que nublar nuestro espíritu y desviarnos de la acción correcta.
Cuando nos dejamos llevar por las emociones, se crispa nuestro cuerpo, confiamos en exceso en nuestra fuerza y por tanto caemos en la tentación de abandonar el correcto camino del Budô. Para eso están los maestros, para guiarnos espiritual y técnicamente y procurar que no nos dejemos llevar por la crispación. Vaciar la taza cada día, es vivir en armonía con la naturaleza de la forma más sencilla posible. Es sonreír a cada corrección de un maestro y darle las gracias de corazón con respeto sentido y profundo. Respirar profundamente y sin crispaciones nos ayudará a mantener la actitud mental imprescindible para hacer valer la técnica por encima de todo.
Esa armonía y relajación física que manifestamos en cada entrenamiento (si es así como lo hacemos) tendrá un reflejo en cada acción de nuestra vida personal y en consecuencia conseguiremos ser más felices a través del Budô, verdadero arte de paz y no de guerra, de amor, y no de odio, de suavidad y no de crispación. Nuestras acciones durante el keiko tienen siempre su reflejo en el resto de nuestra existencia, pues el ser humano es un todo indivisible. Quien da amor, recibe amor, quien quiere aprender Budô debe primero entender su espíritu.
José Antonio Martínez Oliva. Marzo de 2012.
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